Hay una serie de palabras que sus contenidos no son aclarados por su definición.
En estos últimos días estamos escuchando en demasiadas ocasiones el término normalidad, y esto, me ha hecho reflexionar.
El ser humano es una fábrica de deseos cumplidos insatisfactoriamente. Incansables para querer aquello que no tenemos, sin pensar demasiado en el interés final que puede suponer para uno mismo.
En otros momentos, tampoco llegamos a disfrutar del camino hacia nuestros placeres, aún, sabiendo por experiencias que ese sabor final es muy efímero… Somos inagotables por poseer.
Tener una vida normal. ¿Qué es lo normal?
¡Qué simpleza de pensamiento! Con total seguridad, lo que realmente buscamos es amor. Escondemos en lujosos sueños algo tan sencillo y tan primario como es el amor.
Imaginemos un mundo liderado por el amor y la pasión. ¡Menudo equipo tendríamos! Sonrisas y lágrimas unidas, vergüenzas y atrevimientos mezclados, en definitiva, preguntas con respuestas.
En nuestro interior están todas nuestras respuestas… Dentro de nosotros nos damos miedo y no expresamos libremente nuestros sentimientos, porque queremos normalidad, queremos seguir una moda, unas reglas que nos controlan para quitarnos, sin darnos cuenta, felicidad.
¿Qué es normalidad?
Seamos nosotros mismos, valoremos nuestra vida, nuestra familia, nuestra pareja, nuestros amigos desde una vehemencia forjada con nuestra esencia.
Así que finalizo este postpartido transformando la Rima XXI de Bécquer en la idea que he intentado transmitir:
¿Qué es la normalidad?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul; ¡Qué es la normalidad! ¿Y tú me lo preguntas? La normalidad… eres tú.
EL AMOR A UNI MISMO (Jorge Bucay)
“Si yo no pienso en mí, quién lo hará…
… Si pienso en mi, quién soy”
Autoestima y egoísmo son tomados generalmente como términos antagónicos, aunque ambos comparten un significado muy emparentado: la idea de quererse, valorarse, reconocerse y ocuparse de si mismo.
Sabemos dónde está cada cosa y cada persona que queremos, pero muchas veces no sabemos dónde estamos nosotros. Nos hemos olvidado de nuestro lugar en el mundo. Podemos ubicar rápidamente el lugar de los demás, el lugar que los demás tienen en nuestra vida, y a veces hasta podemos definir el lugar que nosotros tenemos en la vida de otros, pero nos olvidamos cuál es el lugar que nosotros tenemos en nuestra propia vida.
Nos gusta enunciar que no podríamos vivir sin algunos seres queridos. Yo propongo hacer nuestra la irónica frase con la que sintetizo mi real vínculo conmigo:
No puedo vivir sin mí.
La primera cosa que se nos ocurre hacer con alguien que queremos es cuidarlo, ocuparnos de él, escucharlo, procurar las cosas que le gustan, ocuparnos de que disfrute de la vida y regalarle lo más que quiere en el mundo, llevarle a los lugares que más le agradan, facilitarle las cosas que le dan trabajo, ofrecerle comodidad y comprensión.
Cuando el otro nos quiere, hace exactamente lo mismo.
Ahora, me pregunto: ¿Por qué no hacer estas cosas con nosotros mismos?
Sería bueno que yo me cuidara, que me escuchara a mi mismo, que me ocupara de darme algunos gustos, de hacerme las cosas más fáciles, de regalarme las cosas que me gustan, de buscar mi comodidad en los lugares donde estoy, de comprarme la ropa que quiero, de escucharme y comprenderme.
Tratarme como trato a los que me quieren.
Pero, claro, si mi manera de demostrar mi amor es quedarme a mereced del otro, compartir las peores cosas juntos y ofrecerle mi vida en sacrificio, seguramente, mi manera de relacionarme conmigo será complicarme la vida desde que me levanto hasta que me acuesto.
El mundo actual golpea a nuestra puerta para avisarnos que este modelo que cargaba mi abuela, “la vida es nacer, sufrir y morir”, no sólo es mentira, sino que además es mal intencionado (les hace el juego a alguno comerciantes de almas).
Si hay alguien que debería estar conmigo todo el tiempo, ese alguien soy yo.
Y para poder estar conmigo debo empezar por aceptarme tal como soy. Y no quiere decir que renuncie a cambiar a través del tiempo. Quiere decir replantear la postura. Porque frente a algunas características de mí que no me guste hay siempre dos caminos para resolver el problema.
El primero, el más común, es la solución clásica: intentar cambiar.
El segundo camino, el que propongo, es dejar de detestar esa característica y como única actitud, permitir que, por sí misma, esa condición se modifique.
Incluso para cambiar algo el camino realmente comienza cuando dejo de oponerme. Nunca voy a adelgazar si no acepto que estoy gordo.
El ejemplo que siempre pongo es una historia real que me tiene como protagonista:
Yo suelo ser bastante distraído. Cuando tenía mi primer consultorio, muy frecuentemente olvidaba las llaves, y entonces llegaba a la puerta y me daba cuenta de que había olvidado el llavero en mi casa. Esto generaba un problema, porque tenía que ir al cerrajero, pedirle que me abriera, hacer un duplicado de la llave. Era toda una historia.
La segunda vez que me pasó decidí, furioso, que no podía pasarme más. Así que puse un cartelito en el parabrisas de auto que decía: “llaves”. Me subía al auto, veía el cartelito, entraba de nuevo en mi casa y me llevaba las llaves. Funcionó muy bien las primeras cuatro semanas, hasta que me acostumbré al cartelito. Cuando te acostumbras al cartelito ya no lo ves más. Un día olvidé las llaves otra vez, así que le pedí a mi esposa que me hiciera acordar de las llaves. Todas las mañanas ella me decía: “¿Llevas las llaves?”. Pero el día que ella se olvidó, yo me olvidé y, por supuesto, le eché la culpa a ella, pero de todas maneras tuve que pagar el cerrajero.
Un día me di cuenta de que, indudablemente, no había manera; que yo era un despistado y que de vez en cuando me iba a olvidar las llaves. Por lo tanto, hice una cosa muy distinta a todas las anteriores:
Hice varias copias de las llaves y le di una al portero, una al heladero de la esquina (que era amigo mío), otra a una colega que tenía el consultorio a cinco cuadras, enganché una con las llaves del auto y me quedé con una suelta. Tenía cinco copias rondando por ahí.
Este relato no tendría nada de gracioso sino fuera porque, a partir de ese día nunca más olvidé las llaves.
Todavía hoy el portero del departamento de la calle Serrano, cuando me ve, me dice: “No se para qué me dio esta llave si nunca la usó”.
La teoría paradojal del cambio dice que solamente se puede cambiar algo cuando uno deja de pelearse con eso.
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