Posiblemente la vida no fue creada para vivir en paz. Las adversidades están al corriente en cada rincón del mundo. Es más, en mi ciudad solemos decir cuando amanece un día soleado: A la tarde tormenta… El estado de tregua es frágilmente transitorio. Y lo mismo a la inversa, ¡Menos mal!
Sospechosamente las situaciones que nos tomamos algo de relajación, mazazo que recibimos. Durante la disputa de un partido de baloncesto, una de las grandes misiones del entrenador es evitar constantemente la “tranquilidad” del equipo, no basta con hacer un buen ataque, acto seguido hay que hacer una buena defensa… Y así, posesión tras posesión hasta que se termina el encuentro. Pues así es la vida, una lucha contra el sosiego, donde el reposo tiene un itinerario peligroso. Estar en alerta es la mejor manera de vivir con tranquilidad.
En el deporte también están esos días que obtienes una gran victoria y horas más tarde analizando el partido te das cuenta la cantidad de errores que se cometieron. Una vez más, saborear la paz que te da el ganar un buen partido se traduce en ideas que tambalean tu propia serenidad. Y, ¿Cuántas veces experimentamos esta sensación en nuestras vidas?
Hay veces, que nos marcan demasiado comentarios ajenos. Estamos bien con nosotros mismos y, sin embargo, una mínima opinión de alguien nos condena a una mini depresión momentánea… O no. Hay palabras que hacen mucho daño. Cuidado con las expresiones que elaboramos, el poder de la lengua tiene tanta fuerza que puede llegar a afectar excesivamente. La opinión es libre, es verdad, pero el dolor que produce tiene curas muy limitadas.
No todas las personas tienen las herramientas necesarias para disfrutar de su plenitud. La salud mental está en boca de todos y el ritmo tan frenético que nos impone el día a día, sencillamente, está establecido para súper-hombres y para súper-mujeres.
Recuperando la cita de Rousseau “el hombre es bueno por naturaleza, es la sociedad la que lo corrompe”, estamos ante la primera apreciación de argumentar que un bebé empieza su competición una vez realice su primer llanto. Después de llorar por primera vez a la luz de la vida comienza una carrera contra muchos elementos y además, desde sus primeros días de vida, estará expuesto en exceso a peligrosas comparaciones con otros seres de su misma especie.
Las comparaciones son odiosas, pero en el deporte las usamos para evolucionar. Para prepara a detalle el juego del rival nos gusta ver a nivel estadístico dónde estamos cada equipo, es una forma de prepararse… es una forma de vivir.
La paciencia es buena compañera. Nos ayuda a medir mejor nuestros actos. Desde el buen temple llegamos mejor a nuestro objetivo o a nuestro receptor. Pero, el colmo vuelve a aparecer en este término. Cada vez es más habitual ver como un equipo “despierta” a base de gritos y de amenazas. El entrenador paciente muchas veces no tiene tiempo conseguir rendimiento, su puesto de trabajo, también, está en juego y necesita romper en cólera para conseguir resultados positivos de su equipo.
Lo mismo que pasa en la sociedad, los actos cívicos son cada vez menores y sólo nos regimos por normas y por advertencias. Hay un reglamento que todos conocemos de sobra: el límite de velocidad. Pues no sólo lo sabemos, sino que además nos anuncian dónde está el radar y, aún así, caemos en la multa. Nuestro aguante es muy disperso, por el contrario, cuando obramos en perseverancia llega algún que otro éxito… Al igual que al plantar una semilla, que con el tiempo necesario y sus cuidados, brota y crece.
EL PESCADOR (Jorge Bucay)
Un pescador va todas las noches hasta la playa para tirar su red; sabe que cuando el sol sale, los peces vienen a la playa a comer almejas, por eso siempre coloca su red antes de que amanezca.
Tiene una casita en la playa y baja muy de noche con la red al hombro. Con los pies descalzos y la red medio desplegada entra en el agua.
Esta noche de la cual habla el cuento, cuando está entrando siente que su pie golpea contra algo muy duro en el fondo. Toquetea y ve que es algo duro, como unas piedras envueltas en una bolsa.
Le da bronca y piensa “quién es el tarado que tira estas cosas en la playa”. Y se corrige: “en mi playa”.
“Y encima yo soy tan distraído, que cada vez que entre me las voy a llevar por delante…” Así que deja de tender la red, se agacha, agarra la bolsa y la saca del agua. La deja en la orilla y se mete con la red adentro del agua.
Está todo muy oscuro, y quizá por eso, cuando vuelve, otra vez se lleva por delante la bolsa con las piedras, ahora en la playa.
Y piensa: “soy un tarado”.
Así que saca su cuchillo y abre la bolsa y tantea. Hay unas cuantas piedras del tamaño de pequeños pomelos pesados y redondeados.
El pescador vuelve a pensar “quién será el idiota que embolsa piedras para tirarlas al agua”.
Instintivamente toma una, la sopesa en sus manos y la arroja al mar.
Unos segundos después siente el ruido de la piedra que se hunde a lo lejos. ¡Plup!
Entonces mete la mano otra vez y tira otra piedra. Nuevamente escucha el ¡Plup!
Y tira esta para el otro lado, ¡Plaf! Y luego lanza dos a la vez y siente ¡Plup-plup! Y trata de tirarlas más lejos y de espaldas y con toda la fuerza, ¡Plup-plaf!…
Y se entretiene, escuchando los diferentes sonidos, calculando el tiempo y probando de a dos, de a una, a ojos cerrados, de a tres…tira y tira las piedras al mar.
Hasta que el sol empieza a salir.
El pescador palpa y toca una sola piedra adentro de la bolsa. Entonces se prepara para tirarla más lejos que las demás, porque es la última y porque el sol ya sale.
Y cuando estira el brazo hacia atrás para darle fuerza al lanzamiento, el sol empieza a alumbrar y él ve que en la piedra hay un brillo dorado y metálico que le llama la atención.
El pescador detiene el impulso para arrojarla y la mira. La piedra refleja el sol entre el moho que la recubre. El hombre la frota como si fuera una manzana, contra su ropa, y la piedra empieza a brillar más todavía.
Asombrado la toca y se da cuenta que es metálica. Entonces empieza a frotarla y a limpiarla con arena y con su camisa, y se da cuenta de que la piedra es de oro puro. Una piedra de oro macizo del tamaño de un pomelo. Y su alegría se borra cuando piensa que esta piedra es seguramente igual a las otras que tiró.
Y piensa “qué tonto he sido”.
Tuvo entre sus manos una bolsa llena de piedras de oro y las fue tirando fascinado por el sonido estúpido de las piedras al entrar al agua. Y empieza a lamentarse y a llorar y a dolerse por las piedras perdidas y piensa que es un desgraciado, que es un pobre tipo, que es un tarado, un idiota…
Y empieza a pensar si entrara y se consiguiera un traje de buzo y si fuera por abajo del mar, si fuera de día, si trajera un equipo de buzos para buscarlas, y llora más todavía mientras se lamenta a los gritos…
El sol termina de salir.
Y él se da cuenta de que todavía tiene la piedra, se da cuenta de que el sol podría haber tardado un segundo más o él podría haber tirado la piedra más rápido, de que podría no haberse enterado nunca del tesoro que tiene entre las manos.
Se da cuenta finalmente de que tiene un tesoro, y de que este tesoro es en sí mismo una fortuna enorme para un pescador como él.
Y se da cuenta de la suerte que significa poder tener el tesoro que todavía tiene.
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