Es fundamental que los jugadores aprendan hasta donde pueden llegar en la relación con el equipo. Durante los entrenamientos, los jugadores comprueban estos límites y pondrán a prueba a los entrenadores en numerosas ocasiones.
Los límites, por tanto, van a construir las referencias y pautas del equipo. Al mismo tiempo habilitan una posibilidad, las áreas de mejora del equipo se van a ver claramente reforzadas.
Poder decir que no a ciertas cosas, ayuda. Cuando los límites se plantean desde un lugar de respeto el jugador conseguirá:
- Seguridad en la pista. Ayudan al jugador a controlar sus impulsos, enseñándole a relacionarse bien consigo mismo y con los demás compañeros.
- Potenciar su lado creativo, tener una oportunidad para aprender a pensar, a tomar iniciativas y a buscar soluciones.
¿Para qué poner los límites?
Del modo que el niño descubre que logrará su objetivo según el tiempo de duración o el tamaño de su protesta, algo parecido le sucede al entrenador a lo largo de su tránsito por la temporada.
Algunos entrenadores se ven amenazados por el descontento del jugador y ceden a sus demandas por temor a perder su afecto. ¿Cuántas veces vemos actitudes negativas en jugadores al ser cambiados o caras poco receptivas ante el discurso del entrenador?
Para aceptar un límite, hay que poder tolerar la frustración. Esto significa tener que posponer o desplazar mi deseo, para buscar una forma de satisfacerlo que sea permitida en el equipo. Fuera egos, un equipo actúa como tal cuando todos sus miembros cambian el “yo” por el “nosotros”.
El modo de poner los límites genera una serie de dudas y preocupaciones. Muchas veces los entrenadores se encuentran frente a la necesidad de tomar decisiones rápidas, por lo que se tiende a repetir situaciones de éxito antiguas.
El límite también se trasmite con el ejemplo. Si el entrenador respeta las normas, su palabra será más creíble porque estará basada en sus acciones.
Las normas nos regulan a todos. No son caprichos injustificados. Y es que, volviendo a la relación padres-hijos, cuando los adultos infringen contra las pautas establecidas, los niños aprenden a quebrantarlas.
El entrenador trabajará para evitar las luchas de poder con los jugadores. Muchos jugadores desafían al entrenador para ver quién puede más. Se instalan en un “no quiero”, decretan “no me importa”, con lo que intentan controlar la situación. Cuando logran enfadar al entrenador con este posicionamiento, sienten que ganaron porque pueden manipular a los demás, manejar sus sentimientos y esta es una forma de sentirse reconocidos.
¿Qué hay que tener en cuenta al poner un límite?
- Ser claro y específico.
- Mostrarse seguro y firme.
- Explicar el para qué.
- Poner en palabras los deseos y emociones del jugador.
- Respetar al jugador.
- Ofrecer opciones.
Establecer acuerdos
Los primeros entrenamientos son trascendentales para el establecimiento de estos acuerdos. La pretemporada es un período de descubrimiento, de construcción a partir de las experiencias vividas, estos primeros días de convivencia son importantes para la evolución como equipo.
Lo ideal es que los jugadores desde el inicio de la temporada, conozcan los límites. Si por alguna razón no siempre ha sido así, es muy importante asumir que a medida que avanza la temporada, los enfados deben desaparecer y los responsables de que así sea son los entrenadores.
Importante en la dirección de equipo: no ceder, aunque cueste y hasta duela. Cuando el jugador lo entienda, comprenderá que no sólo no gana nada, sino que pierde: pierde tiempo, alegrías y recompensas.
Esto nos ayudará a crecer, madurar y nos permitirá como entrenadores a formar personas con las que será muy agradable la convivencia de toda una temporada llena de entrenamientos, viajes, comidas y partidos.
EL MITO DE DÉDALO E ÍCARO
Dédalo era el arquitecto, artesano e inventor muy hábil que vivía en Atenas. Aprendió su arte de la misma diosa Atenea. Era famoso por construir el laberinto de Creta e inventar naves que navegaban bajo el mar. Se casó con una mujer de Creta, Ariadna y tuvo dos hijos llamados Ícaro y Yápige.
Su sobrino Talos era su discípulo, gozaba del don de la creación, era la clase de hijo con que Dédalo soñaba. Pero pronto resultó más inteligente que el mismo Dédalo, porque con solo doce años de edad invento la sierra, inspirándose en la espina de los peces; sintió mucha envidia de él tras compararlo con su hijo.
Una noche subieron el tejado y desde allí; divisando Atenas, veían las aves e imaginaban distintos mecanismos para volar. Ícaro se marchó cansado, y después de engañar Dédalo a Talos, lo mató empujándole desde lo alto del tejado de la Acrópolis. Al darse cuenta del gran error que había cometido, para evitar ser castigado por los atenienses, huyeron a la isla de Creta, donde el rey Minos los recibió muy amistosamente y les encargaron muchos trabajos.
El rey Minos, que había ofendido al rey Poseidón, recibió como venganza que la reina Pasifae, su esposa, se enamorara de un toro. Fruto de este amor nació el Minotauro: un monstruo, mitad hombre y mitad toro.
Durante la estancia de Dédalo e Ícaro en Creta, el rey Minos les reveló que tenía que encerrar al Minotauro. Para encerrarlo, Minos ordenó a Dédalo construir un laberinto formado por muchísimos pasadizos dispuestos de una forma tan complicada que era imposible encontrar la salida. Pero Minos, para que nadie supiera como salir de él, encerró también a Dédalo y a su hijo Ícaro.
Estuvieron allí encerrados durante mucho tiempo. Desesperados por salir, se le ocurrió a Dédalo la idea de fabricar unas alas, con plumas de pájaros y cera de abejas, con las que podrían escapar volando del laberinto de Creta.
Antes de salir, Dédalo le advirtió a su hijo Ícaro que no volara demasiado alto, porque si se acercaba al Sol, la cera de sus alas se derretiría y tampoco demasiado bajo porque las alas se les mojarían, y se harían demasiado pesadas para poder volar.
Empezaron el viaje y al principio Ícaro obedeció sus consejos, volaba al lado suyo, pero después empezó a volar cada vez más alto y olvidándose de los consejos de su padre, se acercó tanto al Sol que se derritió la cera que sujetaba las plumas de sus alas, cayó al mar y se ahogó. Dédalo recogió a su hijo y lo enterró en una pequeña isla que más tarde recibió el nombre de Icaria.
Después de la muerte de Ícaro, Dédalo llegó a la isla de Sicilia, donde vivió hasta su muerte en la corte del rey Cócalo.
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